No era más que un psicópata de los que pasan desapercibidos, un yonqui enganchado a la adrenalina y a la dopamina, obsesionado con todo lo que le reportaba un reconocimiento y placer a corto plazo.
Adicto al trabajo, al éxito, al poder, al halago, al dinero, a los incentivos, comisiones, objetivos, bonus y a los excesos, las drogas, el alcohol, tabaco, juego y a relaciones superficiales y efímeras.
Cada subidón de adrenalina le hacía aumentar sus niveles de adicción, y como un animal insaciable, buscaba una y otra vez nuevos estímulos que le mantuvieran dopado y atado a sus vicios oscuros. Su astucia le permitía llevarlo todo en secreto, nadie de su entorno sospechaba, y eso le mantenía aún más enganchado y sumido en una historia interminable.
Hoy recuerda las innumerables llamadas a sus amigos para contarles su última conquista, su último ascenso, su último éxito profesional, y disimular así el gran vacío interior en el que estaba sumido, cegado por la codicia, el egoísmo, la altanería y la vanidad.
La luz del sol entra por la ventana del hospital, aún le quedan unos días para irse a casa y una larga recuperación por delante. Los médicos le han dicho que se prepare mentalmente porque el ictus le dejará secuelas irreversibles, que ya no volverá a ser el que era antes, y lo dicen, sin saber, que lo último que querría en este momento, es ser el mismo de antes.
Óscar Cebollero
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