Dragón coloreado

Me acuerdo de aquel momento como si fuese ayer. Han pasado ya 40 años, pero sigo allí, en esa habitación de aquel piso en Alcobendas, un día de finales de Octubre.

Había llegado del colegio como cada tarde, dejé la mochila sobre la cama, me senté sobre el escritorio, abrí el primer cajón y saqué un papel en blanco y el estuche con las pinturas de colores. Sin dudarlo, me puse a dibujar sobre el papel. Mi mente necesitaba expresar con lápices de colores aquello que estaba sintiendo en ese momento.

Recuerdo que mientras creaba a punta de lapicero el contorno de aquel dragón, mis ojos empezaron a expulsar lágrimas cuyas gotas iban cayendo sobre el papel. Esa tarde de Otoño llegué a casa sintiéndome solo y abandonado, quizás por eso no me gustan las tardes de Otoño, me recuerdan a la soledad y la tristeza. Aquel dragón era la representación gráfica de mis emociones más íntimas, su boca despedía fuego con el que inmortalizaba su ira, las grandes garras en sus manos, se asemejaban a su ansiedad interior. Era un dragón que se sentía sólo, atacado por la sociedad y enfurecido.

Recuerdo que cuando terminé de dibujar ese dragón coloreado, lo guardé en el cajón de mi escritorio y allí lo dejé durante años. Esa sensación que reflejé en forma de dibujo a lápiz, me ha acompañado durante muchos momentos de mi vida, y cada vez que me siento solo y abandonado, voy a mi habitación, busco la hoja de papel y me quedo mirando a ese dibujo tratando de visualizar cómo era ese niño en esa tarde de Otoño, por qué se sentía así, por qué no lo comentó con nadie, por qué lo quiso inmortalizar sobre ese papel que hoy, en mis manos, me hace recordar que parte de ese niño sigue dentro de mi, dibujando con los ojos lacrimosos…

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